Si hay palabras demonizadas y con ecos peligrosos, la incineración es
una de ellas. Por ello, los defensores de esta tecnología han
encontrado toda una batería de eufemismos que intentar camuflar los
peligros de las incineradoras. Así, se utiliza el concepto de
“valorización de residuos”, basándose en que se aprovecha parte de la
energía térmica desprendida en la combustión para generar energía
eléctrica. O se recurre al poco científico concepto de “eliminación”,
como si el mítico fuego purificador hiciera la prestidigitación de que
los residuos desaparecieran.
Las incineradoras son plantas industriales con calderas de combustión
en las que los desperdicios se queman a altas temperaturas. Son
verdaderos reactores químicos que transforman un residuo sólido
heterogéneo en emisiones atmosféricas, vertidos líquidos procedentes del
lavado de los gases de combustión y cenizas y escorias como subproducto
final. Es decir, convierten los residuos en contaminación del aire, el
suelo y las aguas, tecnología cuando menos poco eficiente. Además, las
nuevas sustancias resultantes de la combustión son en muchos casos más
contaminantes que el material de partida; es el caso de las dioxinas y
furanos, unos complejísimos organoclorados que se forman en la
postcombustión, los metales pesados volátiles o las cenizas de los
inquemados. No es por ello extraño que afirmemos sin complejos que las
incineradoras arrastran una tecnología insegura, que no ha resuelto
adecuadamente los problemas que genera y que, además provoca otros
nuevos.
Convertir 10 toneladas de residuos en 3 toneladas de cenizas y
escorias no es una idea inteligente de resolver el problema, además de
que no evita la necesidad de recurrir a los vertederos. La Directiva
europea para los residuos peligrosos 2000/76, traspuesta en la
legislación española en el R. D. 653/2003, se marca como objetivo la
obligatoriedad de que su incineración no sobrepase la cantidad de 0,1
nanogramos de dioxinas y furanos por metro cúbico, límite un tanto
difícil de alcanzar pues no existen dispositivos aceptables de medición,
con lo que se queda en un brindis al sol. Recordemos que un nanogramo
es la milmillonésima parte de un gramo, concentraciones muy difíciles de
determinar; el límite de seguridad para estas sustancias, que
pertenecen a la docena sucia de los COPs (contaminantes orgánicos
persistentes que las Naciones Unidas pretenden ir eliminando), no
existe, por lo que cualquier exposición es nociva para la salud.
Los intereses económicos que se mueven alrededor de las incineradoras
son descomunales, por lo que no es extraño que dediquen tantos
esfuerzos a "vender" el producto, aunque sea disfrazándolo de
valorización energética, destrucción térmica de residuos o
autocalcinación.
Impactos principales de las incineradoras de residuos
Estas instalaciones, por muy modernas que sean:
- generan contaminación,
- dañan la salud pública,
- agotan los recursos financieros para alternativas de reducción, reutilización y reciclado
- desperdician energía y materiales,
- socavan la prevención de la generación de residuos y los enfoques racionales para el manejo de residuos,
- tienen una experiencia operativa marcada de problemas por desajustes, fallos, interrupciones,
- con frecuencia exceden los estándares de contaminación del aire,
- manejan incorrectamente las cenizas,
- no aseguran la destrucción del residuo ni por tiempo de residencia (dos segundos), ni por temperatura de combustión (850 ºC).
En definitiva, las incineradoras agudizan los problemas que pretenden
resolver. En vez de poner límite al incremento continuo de las basuras,
incitan a producir más combustible residual para alimentar sus hornos.
Ni siquiera es válido el argumento de que recuperan energía: hemos
calculado que esta energía no supone más que la sexta parte de la que
fue necesaria para fabricar los recursos que se han incinerado en el
flujo de los residuos.
Fuente: ecologístas en acción
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